El Niño del Cusco, o niño compadrito es una
leyenda y objeto de culto en Perú. Se trata de una
momia de 50 centímetros, envuelta en un manto con filigranas doradas y rematada por un
cráneo, con ojos de vidrio pintados de celeste, una peluca y una corona de plata. Los curas católicos aseguran que el cráneo no es de un humano sino de un simio y que la corona es de latón. Una figura que produce
escalofrio. Algo que inspira terror como todo lo que se relaciona con lo diabólico, según la descripción que hizo el padre Jorge Huaman, desde el púlpito de la Iglesia de la Merced.
La amenaza de que los idólatras se consumirán en el infierno no provoca la menor impresión entre aquellos que le atribuyen al Niño el poder de sanar a los desahuciados o
de provocar la muerte a sus enemigos. Los martes y los viernes que es cuando se le rinde culto, alrededor de 400 personas le llevan las más diversas ofrendas caramelos, billetes, cirios, flores, joyas, para que atienda a sus pedidos, algunos de los cuales es
la muerte de sus enemigos. Dicen que El Niño solo habla en sueños.
Según la leyenda,
el cráneo y el
esqueleto pertenecen al hijo de un malvado virrey español y de una bondadosa princesa incaica, de ahí su
facultad de hacer el mal o el bien. En 1975, monseñor Luís Vallejos, obispo de Cusco proscribió el culto aduciendo que fomentaba y pertenecía
la oscuridad. La imagen fue trasladada a un escondite cerca del pueblo de Huayllabamba, al sur de Machu Picchu, donde se le siguió
venerando de forma clandestina. El accidente automovilístico en que
perdió la vida monseñor Vallejos, en 1982, fue visto como
una venganza divina y el Niño Compadrito ganó miles de nuevos adeptos, incluso entre la gente ilustrada. El culto al Niño Compadrito se remonta a la época del Virreinato, cuando los españoles dominaban el antiguo imperio de los incas.